De cómo el papá de Federico Salazar dejó de ser su papá por unos segundos
Serían las tres de la madrugada de un domingo común y corriente cuando un grupo de adolescentes en evidente estado de ebriedad ingresaron sigilosamente –o lo más que su condición les permitía- al domicilio de don Arturo Salazar Larraín. El hecho formaría parte de la crónica roja si no fuera porque comandaba ese pelotón de desadaptados-pero-buena-gente el propio vástago de don Arturo, Federico Salazar.
Ningún miembro de este grupo llegaba aún a la mayoría de edad. Pero todos compartían la misma sed, que no era de justicia sino de alcohol. Allí estábamos entonces, tropezando con los muebles en la oscuridad mientras Federico hurgaba entre los cajones en busca de dos ingredientes fundamentales para iniciar el ritual: tabaco y alcohol. Repentinamente, se escuchó una voz viril que desde el segundo piso preguntaba: “Federico, ¿eres tú? ¿Puedes subir un momento?” ¡La canción, don Arturo! Nuestro camarada y guía nos miró desconcertado e inició su ascenso al cadalso. Nosotros nos quedamos allí cavilando, entiéndase dormitando la borrachera.
La casa de los Salazar-Bustamante era la embajada del País de las Maravillas, un territorio en el que todos los parias del mundo encontraban refugio. Recuerdo los multitudinarios almuerzos en los que los papás de Federico y su hermano David compartían mesa con tíos y tías, primos y primas, amigos del colegio, del barrio y uno que otro político famoso o intelectual de renombre. Doña Alicia, la matriarca, tenía un estilo sereno y parco para hacerte sentir como en tu casa. La recuerdo ordenando el caos que causaba este flujo permanente de inmigrantes, murmurando algo entre dientes, con sus gruesos lentes de carey. Los mismos con los que me miraba una mañana cuando desperté en un sillón de su sala después de otra maratónica juerga, rodeado de otros jovenzuelos, y me dijo con su voz serena: “Ya está listo el desayuno…”
Don Arturo por su parte, era (es) la encarnación de un buda mundano y bonachón. Lo estoy viendo aún, con su pelo totalmente blanco (por lo que algunos faltosos le habían puesto la chapa de “Raspadilla sin Jarabe”), con la sonrisa del que está de vuelta de todo, la corbata desanudada, una mano en el bolsillo y en la otra un vaso de whisky. Nada lo perturbaba, ni siquiera cuando Seguridad del Estado vino a buscarlo para deportarlo por oponerse a la dictadura de Juan Velasco Alvarado desde el diario La Prensa y luego, desde Opinión Libre. Don Arturo veía divertido como su cachorro Federico crecía, desafiaba las reglas y se afianzaba en sus propias opiniones en contra de las paternas.
Yo envidiaba aquel padre divertido y canchero, bromista y siempre amistoso. El mío era severo y distante. Y a mi casa, modesta y poco amigable, casi nunca podía invitar a nadie. Por eso, cuando Federico subió por aquella escalera, pensé que el castigo era inevitable. Cinco minutos después, Federico bajaba tambaleante. Se paró al pie de la escalera, con un cartón de cigarros en una mano y una botella de whisky en la otra. De parte de su papá para todos. “Tu papá es lo máximo, es genial…” estallamos y él extendió los brazos y dijo: “Mi papá es…es…es…” y nosotros esperábamos el adjetivo sublime, excelso, glorioso con el que definiría a su padre. Entonces, mirando al vacío y tras unos segundos eternos, remató: “es..es..es… ¡ya no es mi papá!”. Y todos entendimos perfectamente lo que quiso decir.