Abimael, mi coche bomba y la gorda
¡Bajan en Los Laureles! gritó la gorda. El microbús de la ruta 34-E que iba por toda la Javier Prado, paró en la esquina, pero nadie llegó a bajar. Cuando la puerta se estaba abriendo, ocurrió.
La explosión rompió las lunas en mil pedazos. El microbús se tambaleó como un animal herido y se apagó por completo. Al pitido que zumbaba en mis oídos se sumaron los gritos de la gente. Algunos lloraban. Otros se habían tirado al piso del bus. Quedé tan aturdido que cuando traté de encontrar lugar allí abajo, todo estaba lleno. Instintivamente me llevé la mano a la nariz. Sangre. Entonces miré mi mano. Y luego la otra. Y mis piernas. Todo seguía en su sitio, felizmente. Había escuchado que cuando una explosión te arranca una extremidad, no sientes nada.
En eso, disparos, decenas, cientos. Ráfagas. Ahorita disparan hacia acá, pensé, ya me jodí, tomé el micro de la muerte, ¡carajo! Y mientras intentaba agacharme como podía, la gorda, que estaba tirada en el piso, me hizo señas para que me acurrucara a su lado. Allá fui y quedé clavado entre ella y un tipo con pinta de peluquero. ¡Arranca chofer! gritaba la gente. Pero el chofer estaba en shock. De repente, todo se calmó. No más disparos. Silencio total. La calle desierta. Los pajaritos cantaban. En medio de esta quietud, un microbús pasó a toda velocidad por nuestro costado. Esto bastó para despertar al chofer quien inmediatamente arrancó. “Gracias San Expedito” suspiró el peluquero a mi lado.
Diez cuadras más allá, nos paró un carro de la policía. Los pasajeros bajaban de uno en uno mostrando documentos. Mientras esperábamos nuestro turno, la gorda me metió letra: tu cara me es conocida. Pues no sé, le dije, soy periodista. Ah, quizás te haya visto en algún periódico, me han entrevistado algunas veces porque veo el futuro. Ya, le respondí y por qué te subiste a este micro entonces. ¡Jajaja, qué mosca!, si quieres comprobarlo, visítame dijo y me dio su tarjeta. Y antes de bajarse, agregó misteriosamente: todo tiene un sentido, hoy los laureles son el símbolo de la victoria y mañana, los sauces del renacimiento. No entendí nada, pero me guardé su tarjeta.
Al día siguiente me enteré que lo que explotó fue un coche bomba con 200 kilos de anfo frente a la embajada de Bolivia, en Los Laureles, tres heridos, de milagro ningún muerto. Hacía una semana, Sendero Luminoso había volado el edificio de Tarata. Todos los días habían atentados y muertos. Se decía que Lima estaba rodeada, que caería en cualquier momento. Así que pensé: es hora de partir.
Mientras analizaba varias posibilidades, el 12 de setiembre de 1992 un grupo de amigos nos apiñábamos frente a la televisión, primero incrédulos y luego eufóricos, viendo cómo anunciaban la captura de Abimael Guzmán. Saltamos, nos abrazamos, gritamos. Y de repente, en medio de la algarabía escuché “fue en una vivienda de la calle 1 en la urbanización Los Sauces…”. Me quedé inmóvil en medio de la gritería. “Los laureles de la victoria y los sauces, del renacimiento”. ¿Eso fue lo que escuché? Apenas regresé a mi casa busqué la tarjeta por todos lados. Pero nunca la encontré. Y desde entonces, en estas fechas, no olvido el coche bomba, el micro y la captura. Pero sobre todo, a la gorda. Por cierto, si estás leyendo esto, contáctame.