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FOTO: ROCÍO ORELLANA, DIARIO LA REPÚBLICA

El equilibrista de las palabras

Eduardo Chirinos se ha pasado la vida allí arriba, haciendo equilibrio sobre sus poemas. Ayer, sus amigos lo homenajeamos en la Universidad del Pacífico. Esto fue lo que le escribí.

Elegí las palabras porque no pude elegir el silencio, porque en las noches me visitan, implacables y hermosas, para cerrar viejos círculos, incendiar selvas, desordenar constelaciones.

Eduard Chirinos, "Treinta y cinco"

Publicado: 2014-12-17

El diario La Prensa quedaba en una casona centenaria del Jirón de la Unión, en pleno centro de Lima. Para llegar a él, había que bajarse del colectivo en la Plaza San Martín, pasar por sus legendarios portales, y caminar un par de cuadras esquivando mendigos, choros, ambulantes, vendedores de calzoncillos, churros o jebes hasta llegar a un portón que daba a una escalera de madera que crujía, o mejor dicho, gemía, cada vez que uno pisaba sus escalones. No bien terminabas el ascenso, aparecía la redacción de la sección locales, el corazón del periódico, el centro nervioso. Si era la hora del cierre, te recibía el traqueteo de unas 25 máquinas de escribir, con un ruido como el de cientos de metralletas disparando al mismo tiempo sus balas de furiosas palabras. 

Una vez cruzado ese campo de batalla, aparecía un largo corredor que te llevaba al laberinto de las cuevas de Baquíjano, que era como se le llamaba al diario La Prensa. El corredor torcía hacia la izquierda o derecha, dejando atrás las oficinas de personajes tan mitológicos como el Minotauro o la Gorgona. Allí estaba Zizi Ghenea, una rumana de edad indescifrable que escribía su columna “Extraño, muy extraño “, ella misma un fenómeno paranormal: peluca tipo casco marrón sobre la cabeza pelada; cejas depiladas que habían sido reemplazadas por dos rayas negras, maquillaje grueso sobre las innumerables arrugas, un chal gris en los hombros, vestido negro hasta las rodillas. En una palabra, una bruja y como tal, olía a pichi, como su oficina repleta de gatos.

Más allá estaba la trinchera de Arnoldo Zamora, un sujeto grueso, cetrino, bajo, de pelo blanco ralo y pronunciadas ojeras bajo unos ojos que lo escrutaban a uno con rayos x. De él se decía había peleado en alguna guerra europea en contra de los comunistas, habiendo atravesado a varios de ellos con su bayoneta. Se encargaba de la sección internacionales y solía limpiarse la cara y la cabeza con tu artículo, si no le gustaba.

Doblando a la derecha, la oficina de Enrique Chirinos Soto, brillante abogado, historiador, político, aprista para mas señas y jefe de la sección editorial, a quien llamaban Chirinos Poto por ser el hombre mas feo del Perú, según algunos. Chirinos Soto tenía un bar en su oficina y siempre te invitaba un whiskicito si pasabas por allí. Borracho desde las 9 de la mañana, se hizo célebre por su forma de hablar mitad español mitad borrachera.

Al final del laberinto y subiendo unas últimas escaleras, llegabas a Xanadú, el lugar mágico en dónde todo era posible, incluso que un joven tímido e inexperto como yo, escribiera largos artículos y que los viera publicados. Eran las oficinas del suplemento dominical Perspectiva, el que era comandado por un duende pequeño y delgado, de cabellera abundante y bigote de charro mejicano, que no paraba de fumar y tenía una risa explosiva de cacatúa: Nilo Espinoza.

Allí llegué yo, tras hacer mi servicio periodístico obligatorio pasando por las secciones de locales, economía e internacional y fui acogido por Nilo, quien me encargó las misiones mas increíbles y deliciosas para un joven que recién entraba en ese mundo. Fui a Huaraz a reportar un aniversario del terremoto mas letal del Perú; viví la bohemia de las noches salseras desde el Callao hasta Surquillo; le seguí los pasos al general Andrés Avelino Cáceres por Huancayo en la que fuera su campaña de resistencia en contra de la invasión chilena.

Y fue allí que un buen día, en esas oficinas que olían a madera trasnochada, conocí a Eduardo Chirinos. Ver a Eduardo en ese contexto era como encontrarse con un unicornio en Polvos Azules. Era el primer poeta que conocía en vivo y en directo. Y en realidad, se acercaba mucho al prototipo que tenía de uno. Flaco, encorvado, con barba y siempre con un libro en la mano, hablaba unos cuantos decibeles por debajo de los demás. No tengo el recuerdo de qué nos dijimos la primera vez que nos vimos, pero sé que pronto empezamos a conversar animadamente. Y claro, hablábamos de nuestras pasiones. Él de literatura, yo de música y viceversa. Por él poco a poco fui conociendo a aquellos poetas que nunca conocemos en el colegio. Y por él, me apasioné por la poesía. Así descubrí a Pound, TS Elliot, Pessoa, Pavese y muchos mas.

Eduardo había llegado a La Prensa por Federico Salazar. Ambos habían estado en el colegio Inmaculada y se habían hecho amigos. Empezaba el gobierno de Belaunde y habían devuelto los diarios a sus dueños. El papá de Federico, don Arturo, era ahora el director del diario y muchos jóvenes brillantes eran bienvenidos en sus páginas, como el propio Federico, Mario Ghibellini, Jaime Bayli, Enrique Ghersi, Iván Alonso, Pablo Cateriano, Franco Giufra. Así que una tarde Eduardo y cinco poetas más llegaron a la oficina del jefe de culturales, Nilo Espinoza quien identificó al único con talento, Eduardo, e inmediatamente publicó sus poemas. ¿Pueden ustedes imaginarse aquello? Un periódico publicando en sus páginas culturales un ¡poema! Y encima, de un desconocido. Y así empezaron las colaboraciones de Eduardo en La Prensa.

Eduardo era todo lo que yo quería ser. Escribía no sólo con erudición sino que era divertido. Era profesor, sí profesor!!!! de una academia y yo me imaginaba a las chicas revoloteando alrededor de él mientras hablaba con pasión sobre Cavafis o Neruda. Además, Eduardo era libre. Llegaba con sus artículos, sus entrevistas y criticas de libros, pasaba por mi escritorio (al que yo estaba encadenado cinco días a la semana ocho horas al día) hablábamos y luego se iba. Era alguien dedicado en cuerpo y alma a la literatura, sin los afanes ni las dudas existenciales que me embargaban en ese entonces -y hasta ahora- a mí.

Me lo imagino caminando por el caos del Jirón de la Unión, entre el humo de los churros y el pollo broster, entre los ambulantes ofreciéndole calzoncillos y jebes, entre los choros y pirañitas, caminando en su burbuja de cristal, ensimismado en su mundo, un poeta en el Averno, un iluminado en el manicomio, Orfeo en el inframundo buscando a una Eurídice aún inexistente. Un equilibrista en el Jirón de la Unión.

Un buen día, se apareció con su libro “Cuadernos de Horacio Morell” y me lo regaló. Abrió la primera página y estampó su dedicatoria. Ni una sola palabra, sólo un dibujo: Un monigote con un sombrero de papel en la cabeza y una espada en la mano que está parado sobre su barco, un loco feliz batallando contra los fantasmas de la razón. No sé si ese loco era yo o él pero podría haber sido cualquiera de los dos. Leí maravillado su libro, en el que fingía que encontraba los apuntes de otra persona, simulaba ser otro, adoptaba un nombre distinto, se fabricaba una nueva identidad. Esta idea me dejó fascinado y se me quedó tan grabada que más tarde la utilizaría hasta la náusea en mis posteriores chambas.

Y un mal día, Eduardo desapareció. Partió hacia otro continente, a España. Y otro mal día, La Prensa quebró. Y yo fui arrojado fuera del paraíso una vez mas en mi vida.

Pasaron los años, fui deambulando por diversos periódicos y revistas y en 1988, en pleno caos de la mega inflación de Alan García y los apagones de Sendero Luminoso, me encontré nuevamente con Eduardo en el diario La República. El maravillosos Nilo Espinoza, el mismo de La Prensa, lo había reclutado para que Eduardo inaugurara su flamante página cultural llamada El Techo de la Ballena. La República no tenía esa aura de leyenda de La Prensa, era mas bien algo chicha, un diario arribista que pretendía colarse entre los serios con pocos recursos económicos y mucho ingenio. Era –a veces- tan lumpen, que aconsejaban no bajar las escaleras a partir de las 12 de la noche porque te cuadraban. En aquellos tiempos, sin embargo, yo tenía mil chambas y no pude disfrutar tanto de las conversas con Eduardo como lo hice en La Prensa.

Años mas tarde, el periodismo nos volvería a juntar, pero en un contexto absolutamente diferente. Esta vez no eran las atestadas, sucias y bulliciosas calles del centro de Lima las que teníamos que recorrer para llegar a nuestro centro de trabajo, sino los ordenados y frescos senderos, los verdes parques adornados con aristocráticas casonas de El Olivar de San isidro. Trabajamos juntos en un semanario pulcro y bellamente impreso llamado Meridiano. Aquí hasta los periodistas eran blancos y respetables. El semanario era dirigido por una extraordinaria mujer llamada Rocío Florez que de periodismo sabía poco pero que tenía mucho entusiasmo y audacia.

Allí Eduardo revivió su página “El techo de la ballena”, en la que escribía sus artículos de literatura con la erudición, el humor y la frescura de siempre y que a veces ilustraba con sus peculiares dibujos. Yo, en cambio, con mi habitual esquizofrenia, escribía tres páginas con cinco nombres distintos. La de música con el seudónimo de Paul McCayro, la de Televisión con tres seudónimos, Jossy Tebeo, su hermano Johny y la critica y columnista Fernanda Falacci A y la de sociales con el seudónimo del Marqués de Cabrigneau.

Allí reanudamos nuestras conversaciones sobre literatura y música, que aunque breves, siempre eran mágicas. Pero como todas las cosas buenas, el impecable semanario un buen día cerró, y Eduardo, una vez mas partió, esta vez hacia Estados Unidos. Y yo, bueno, yo tuve que aplanar otra vez las calles en busca de chamba.

Durante los años seguimos cultivando una amistad intermitente. A veces nos encontrábamos en algún café y nos reíamos a carcajadas de nuestros respectivos caminos. A veces compartía con él las invitaciones que sus amigos literatos y eruditos hacían para recibirlo o despedirlo. Una vez lo invité a mi casa junto con otro gran amigo y poeta Jorge Eslava, los sometí a la tortura de escuchar mis primeras composiciones antes de servir la cena. Necesitaba el aval de mis dos amigos poetas para aceptar mi vocación de músico.

¿Qué era o es lo que me fascina de Eduardo? Esa mezcla de erudición, de buen saber y de humor, sencillez. Y claro, su pasión. Escucharlo hablar era tan divertido y fascinante que uno ni cuenta se daba que estaba hablando de Dante o de los griegos. ¿Y qué le daba yo a Eduardo? No lo sé muy bien, las amistades a veces no son simétricas en lo que ofrecen. Quiero pensar que Eduardo se divertía escuchándome hablar sobre mis peripecias en la vida, como si fuera un moderno Lazarillo, una especie de pícaro que utilizaba su ingenio para sobrevivir, un mil oficios, que utilizaba su ingenio para trabajar con un Presidente del Consejo de Ministros y sin embargo, capaz de mantener su distancia crítica respecto a lo que hacía.

Y es que mientras Eduardo era todo coherencia, yo era dispersión. Mientras él obedecía al llamado de las musas, yo las maltrataba constantemente. Mientras que se sumergió gozosamente en el lago dorado de su vocación de poeta, yo chapaleaba en el fango buscando infructuosamente otras orillas.

Hace un par de meses nos volvimos a encontrar pero no hubo tiempo mas que para un intercambio de abrazos y frases cariñosas. Luego yo le escribí por correo: “Con el paso de los años los recuerdos se vuelven mas entrañables y valiosos. Una luz dorada los ilumina y termina por sellarlos como esos insectos que quedan atrapados en una gota de ámbar. Tengo un par de esos bellos recuerdos contigo. También con el tiempo descubres que hay ciertas personas que tienen una luz especial. De joven piensas que eso es normal. Luego entiendes que sólo algunos tienen el don. No necesito decirte que tú lo tienes y por eso, para mí es muy especial escucharte y leerte”.

Eduardo respondió: “Tanta verdad es lo que dices, que a veces me convenzo de que los hechos sólo ocurren cuando son capaces de seguirnos diciendo algo y de sobrevivir al tiempo y a la distancia. Cuando ocurren, muchas veces ni nos damos cuenta del modo en que moldearán el presente y definirán nuestro futuro. De hecho tenemos que vernos, y mantener el contacto: nuestros respectivos anuarios mínimos necesitan ponerse al día y seguir proliferando”.

Eduardo es un equilibrista caminando en línea recta hacia su destino. Yo soy un trapecista, saltando de trapecio en trapecio buscando no sé qué. El vértigo, sin embargo, está siempre debajo de los dos. Quizás por eso es que nos reconocemos como amigos en esta aventura llamada vida.

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Terco Corazón

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